Es a partir de estos primeros éxitos que Rusiñol dedica su pintura de forma casi exclusiva al genero del jardín, con una visión extremadamente personal, tanto en forma como en contenido. No importa tanto la representación fidedigna del jardín, sino la representación de la huella que deja el hombre y el paso del tiempo. Continuará a lo largo de su vida utilizando una pintura de forma clásica, sin variar en cuanto a su técnica, pero siempre manteniendo el espíritu poético y romántico.
Uno de los retos más difíciles de superar en los que se inician en la pintura paisajística es la dificultad en poder representar sobre la tela los reflejos de la luz, las transparencias o el movimiento del agua en todos sus estados. Rusiñol, a fuerza de estudio y de práctica, aprendió las técnicas que ayudarían a superar estas dificultades. Le sirvieron para hacer del agua uno de los elementos más característicos de su pintura de jardines.
En sus primeras pinturas que se realizan sobre ríos y fuentes, vemos el esfuerzo por intentar superar las dificultades técnicas que supone representar el agua de la manera mas real posible. Tomàs Moragas, el único profesor que tuvo Rusiñol, le había enseñado solamente a tomar apuntes y a dibujar academias, pero no le había enseñado a utilizar los pinceles. Rusiñol tuvo que aprender a pintar solo, por su cuenta, poniendo un gran esfuerzo y dedicación, sin profesor ni Academias, buscando el camino que le tenia que llevar a encontrar un lenguaje propio para expresarse libremente.
El agua que brota y el agua quieta
Los diferentes estados del agua han sido motivo de numerosas telas de Rusiñol, en fuentes, estancos o canales. El movimiento del agua lo utiliza como un lenguaje más para expresarse subjetivamente. Allí donde hay vida y acción de agua permanece el movimiento continuo. El agua que resbala presenta el paso del tiempo y el agua en reposo representa la tranquilidad, la calma e incluso la muerte. Otra forma de expresión se encuentra en el reflejo sobre la superficie de agua, que no es real sino recreada.
El agua que brota da en las composiciones una personalidad a los elementos acuáticos que aparecen como un motivo de dinamismo. Indudablemente, el agua provoca unos efectos visuales muy específicos; no es lo mismo si se trata de fuentes o de acequias, que si se trata de manantiales que pertenecen a estilos arquitectónicos de origen islámico, renacentista o romántico. Las ubicaciones dentro de la composición, determinan igualmente el protagonismo que el pintor ha querido dar a un elemento que numerosos artistas han representado obsesivamente al largo de la historia.
En cambio, el agua que no brota, es decir, que se queda estancada y quieta, en algunas ocasiones permanece marcada por el lecho de flores y de vegetación. Esto provoca unos efectos muy especiales en las composiciones. Hablamos de verdaderos espejos, espacios de invocación, reflejos de intimidades, que salen a trompicones de un mundo interior, de introspección y sensaciones más personales que universales.
El carácter simbolista de los elementos naturales de Rusiñol se traduce en esta vertiente intimista sobre su pintura. El silencio que evocan los lagos sombríos, los estancos escondidos o los embarcadores melancólicos, representan la calma y la quietud de ese momento de conexión con la naturaleza, pero también nos da las claves más puramente modernistas y decadentes del jardín abandonado. En sus aguas mortecinas, los lagos y los estancos, son aguas que nos transmiten un mensaje melancólico de aquello que se acaba. Son aguas oscuras que nos hablan de muerte.
Bibligrafía: Palau-Ribes O’Callaghan, Mercedes (2017). Santiago Rusiñol. Jardins d’Espanya. Museu del Modernisme de Barcelona: Barcelona, pp.100-101.