Como oasis de poesía, en las llanuras de España se encuentran los jardines, cuyo encanto he ido recogiendo antes de que se borren para siempre. Largo es el camino para dar con ellos. Por cada ramillete verde que hallareis al amparo de un caserón antiguo, o en el fondo de un valle o a la sombra de las montañas, hallareis horas y horas de yerma sequedad para vuestras plantas y vuestros ojos; por cada ramo de color, inmensas soledades de campos estériles; por cada flor, extensiones sin fin de tierra labrada sin una hierba, sin el amor de un árbol, sin el cantar de una fuente, sin el dosel de un tejado para el espíritu que anhela reposar en la sombra.
Y es que los jardines son el paisaje rimado, y los versos escritos con flores escasean ya en todas partes; es que los jardines son versos vivos con savia y con aroma; y como el jardinero poeta, para rimar los largos senderos umbríos, para estilizar los bosques sujetándolos a simétricas armonías; para vaciar en estrofas de verdor la imagen de las flores y los cortejos de estatuas, y versificar la Naturaleza, y hacer cantar las sombras y la luz, necesita la alegría de los tiempos y la prosperidad de los hombres, y como los hombres no están ya para poesías ni los tiempos para magnificencias, la hierba de la prosa va llenando los versos de los jardines en los eriales de España.
La grandeza del pasado sembró a manos llenas esos oasis; pero fue en los tiempos muertos de su grandeza extinguida. En Córdoba y en Granada, entre hileras de columnas blancas que rodeaban los patios, sembraron jardines tan íntimos y tan hermosos, que los frisos de la Alhambra los evoca hoy melancólicamente en sus leyendas encantadas y en el llorar de los surtidores. Tenía cada nido de su glorieta de arrayanes para soñar bajo los troncos tejidos en doseles de verdor y en minaretes de rama; tenían su ciprés patriarcal, viejo testigo de mil amores murmurados a su sombra, canciones que el agua decía al gotear tristemente; cortinas de yedra, que abrigaban los muros blancos; y acacias y flores y destellos de color que subían hasta el cielo como incienso del paisaje.
Allá en Aranjuez y en la Granja plantaron en tiempos de los Carlos y los Felipes, jardines tan solemnes y tan grandiosos, que Velázquez mismo se dignó recogerlos: Neptunos triunfantes que veían brotar y abrirse a sus pies las cascadas hirviendo en abanicos de espuma; ninfas que se bañaban en las aguas dormidas; faunos que contemplaban, por entre el ramaje, las Venus de color de marfil; y Diana y Ceres y Vesta, y senderos de bosques y sauces que mojaban en la luna de los estanques sus desmayos lánguidos; musgo de mármoles, y mármoles rosados como carnaciones de mujer; y todo un mundo de figuras entre el espesor de los árboles y los macizos de los bosques agrupados por la mano del artista.
A la sombra de las catedrales, los claustros se convirtieron en jardines; jardines místicos para el descanso de las almas fatigadas; jardines donde se aspiró quietud y se recogió el pensamiento.
Los grandes palacios de esgrafiadas figuras, los abrigaron con los desmayos de sus árboles, los cubrieron con sus hojas y los cercaron de laberintos;y en España no hubo ya palacio sin poesía, patio sin aromas ni tapia por donde no se desbordasen en guirnaldas las enredaderas.
Pero ¡ay! todo eso pasó rápidamente. Fue la florescencia de un pueblo que llegó a la plenitud de la vida; una primavera solemne que abrió los raudales de sus tesoros y el florecer que un sol demasiado ardiente hizo brotar para secarlo en seguida; flor de un día abierta al despuntar el alba de una civilización esplendorosa y muerta al declinar la tarde.
Extinguióse esa tarde de estío y, como las flores duran menos que las plantas, antes que España se sintiera enferma, se murieron los jardines. Hubo un momento en que los árboles brotaron con toda su magnificencia; un momento en que alzaron sus ramas hasta el cielo mismo, abiertas piadosamente con la angustia de la partida; un desbordamiento de flores que brotaban juntas a dar el último adiós a la tierra. Los árboles de Aranjuez y de La Granja abrieron sus brazos y los tendieron a lo alto hasta sentir el beso de las nieblas; los palacios se entapizaron de verdura; la yedra cubrió las estatuas, y como si en este último esplendor hubiese dado ya el fruto de toda su belleza, sintieron en su savia los primeros atisbos de su fin irremediable; las primeras palideces enfermizas y el fin de una agonía que dura hace siglos.
¡Pero qué agonía tan hermosa! ¡Qué caída de hojas tan espléndida y qué majestad al caer! En los senderos angostos, bajo las bóvedas tejidas con ramas brotó aquel césped verde y espeso que sólo nace en los camposantos; de las grietas de las piedras nacieron las flores que hasta entonces habían vivido escondidas; vistiéronse de musgo los mármoles; callaron las fuentes, y los estanques, dormidos para siempre en la soñadora quietud de los reflejos, se cubrieron de anchas flores, tan próximas al cristal de las aguas que ni espacio les quedó a éstas para reflejarse. Los palacios, silenciosos como tumbas, se fueron destiñendo, bajo los sauces inclinados sobre los balcones; las figuras perdieron su relieve, los árboles sus ramas, y sólo los viejos cipreses, impasibles, levantaron sus copas aterciopeladas, como columnas recordatorias por encima del jardín, sobre los troncos muertos.
Morían los viejos jardines, pero morían con tanta nobleza que de su misma muerte brotaba una nueva poesía; la poesía de las grandes caídas.
Diríase que los árboles, con la conciencia de su pasado glorioso, buscaban como los atletas de Roma, para sucumbir noblemente, los abandonos más bellos de las ramas y las actitudes más líricas. Borrabase la tumba en silencio; enmudecían los pájaros que anidaban allí; los capullos dejaban de abrirse y ¡oh, fatalidad del Destino! Aquellos grandes jardines de España, después de tantos años de florescencia magnífica, se quedaron sin flores. Si alguna nacía, brotaba con tonos mortecinos, con los matices de los colores que se desvanecen, como la seda antigua de los trajes desteñidos al contacto de pasadas tristezas: sangre enferma de flores que se morían, atacadas de anemia aristocrática.
Próximas a deshojarse, brillaban con los últimos colores que tiñe el rostro de los tísicos a la hora de morir; y nada más hondamente triste que aquella tristeza última; que aquel reguero de tintas apagado sobre las hojas y el esplendor de aquella agonía. Diríase que las pobres flores no vivían ya en las plantas; diríase que se abrían un momento, que miraban el pasado y se cerraban de frío; eran las almas de las flores, almas que se despertaban, para llorar y que de nuevo entornaban los ojos a la sombra de los árboles.
Si quieres ver todavía ¡oh poeta! esas últimas flores y esos últimos jardines, no tardes, que pronto se desvanecerán.
Unas se han deshojado, otros se disfrazan a la moda de hoy, otros han sido arrancados de raíz, los más se han convertido en llanuras prosaicas como los campos que las rodearon un día.
Ve pronto, que en ningún otro sitio podrás soñar en sombra mejor. Ve si quieres impregnarte de la tristeza que abstrae el pensamiento para soñar más largamente, que despierta ansias de hacer versos y de borrarlos después como se borran los versos de los jardines; que hace sentir impulsos de abrazar las formas que se desvanecen, y las figuras que caen y las grandezas que pasan.
Ve, poeta, si quieres escuchar, en un hermosos momento de tu vida, la voz de la poesía.
Santiago Rusiñol
Traducción al castellano del prólogo de Jardins d’Espanya.
Publicado en La Ultima Hora (Palma de Mallorca), 15 diciembre 1903.